“No conviene convencer a nadie de las cosas reprobables, sino para que no nos pase por alto cómo es y para qué, cuando otro se sirva injustamente de estas mismas razones sepamos deshacerlas”.
Aristóteles
La postura aristotélica era intermedia, ya que suponía una conciliación entre el paradójico debate entre Platón y los sofistas; su posición estaba circunscrita a sus principios éticos.
Los sofistas planteaban que el lenguaje nos confiere la facultad de poder ocultar los aspectos de la realidad, mientras que Platón sostenía que la enseñanza de los sofistas era un artificio y que el lenguaje era un mal necesario, un medio de expresión perfecto que solo distorsionaba la realidad cada vez que se usaba.
El filósofo griego consideraba que algunos de aspectos de sendas posiciones filosóficas eran relevantes. Por tanto, combinó la atención que los sofistas le atribuían al mundo de los asuntos humanos con la búsqueda platónica de la certeza, aunque advirtió que solo puede ser aproximada en los asuntos humanos.
Además, sostenía que la combinación de un cuidadoso análisis del mundo, con un razonamiento meticuloso apegado a las normas de la lógica, daría como resultado el verdadero conocimiento del mundo natural y un buen juicio en aquellos asuntos humanos en los que la certeza no fuera posible.
Aristóteles utilizó las partes fundamentales de las posiciones contrarias de los sofistas y Platón. Él no se limitó a extraer los fragmentos negativos, sino que astutamente escogió las fortalezas de ambos argumentos e hizo una combinación de estos, porque para los sofistas poder llegar a la conclusión de que la palabra tenía un gran poder debieron realizar un análisis del mundo. Entonces Aristóteles tomó esa fortaleza y la unió con la retórica ética fundamentada sobre las bases del conocimiento que promovía Platón.
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