Por Keysa Leger 28/03/2022
Desde la antigüedad
hasta el siglo XV.
Durante esta etapa, la
diplomacia poseyó un carácter ambulante. Es decir, era una diplomacia que se
realizaba mediante representantes designados de forma excepcional y que desempeñaban
su actividad en un país extranjero y ante su monarca durante un período de
tiempo limitado, acorde con la naturaleza de las gestiones que debían llevar a
cabo; por ej. la negociación de tratados de paz o de alianzas, el
establecimiento de acuerdos comerciales, la delimitación de fronteras, etc.
Las actividades
diplomáticas carecían de organización y de normas básicas que regulasen su
funcionamiento. A ello habría que agregar las limitaciones que imponían los
medios de transportes y comunicaciones de aquellas épocas y las dificultades de
carácter lingüístico, religioso o cultural, factores todos ellos que impidieron
la instauración de unas misiones diplomáticas estables y regulares.
Hubo que esperar a la
Edad Media para constatar cómo la Santa Sede, potencia religiosa y política de
la Cristiandad, adoptaba la costumbre de enviar misiones diplomáticas
temporales ante los soberanos con el fin de resolver sus diferencias, espirituales
y temporales. Anticipaba así una práctica que se consolidaría, más tarde, con
la implantación de las Nunciaturas Apostólicas acreditadas ante las Cortes y
monarcas católicos, práctica que todavía perdura en nuestros días.
Desde el siglo XV
hasta la actualidad.
En esta segunda fase, la
diplomacia se convirtió en permanente. Lo que exigió que los países confiriesen
un grado de estabilidad y duración a sus relaciones diplomáticas mediante el
establecimiento de misiones diplomáticas permanentes. Ello era una consecuencia
directa de la concurrencia de nuevos factores internacionales entre los que
destacan: la emergencia de los modernos Estados europeos, el nacimiento de un
nuevo sistema de relaciones económicas capitalistas y la expansión ultramarina,
que puso en contacto a las principales potencias europeas con los grandes
imperios de Extremo Oriente y del continente americano.
Estas nuevas condiciones
políticas y económicas del mundo internacional exigían una básica
institucionalización de la acción exterior de las monarquías, que necesitaban
unos órganos permanentes de representación y unos canales oficiales de
comunicación e información ante las autoridades de terceros países.
Las misiones diplomáticas
permanentes siguen desempeñando insustituibles funciones como canales
privilegiados de comunicación, información y negociación entre los Estados, al
tiempo que sigue actuando como instituciones protectoras de sus nacionales y de
los intereses de su respectivos gobiernos, ante las autoridades de los Estados
en los que se encuentran acreditadas.
Desde esta perspectiva, se
ha alcanzado una eficaz síntesis histórica surgida, por una parte, de la creciente
complementariedad entre la diplomacia permanente clásica y las nuevas formas de
diplomacia ambulante desempeñada por los máximos responsables de la política
exterior y, por otra, de la propia interdependencia que impone la dinámica
internacional y que obliga a los Estados a coordinar sus actividades exteriores,
con objeto de poder abordar los principales problemas que aquejan a la sociedad
mundial.
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